lunes, 20 de junio de 2011

Esa última noche



Había tormenta esa noche.
Esa última noche.
La lluvia chocaba con fuerza contra el cristal,
parecía querer colarse por la ventana entreabierta.
Las gotas jugueteaban y dibujaban interrogantes
o, más bien, eran reflejo de mis propias dudas.

Quien sabe cuantas más veces robaré tu aroma al amanecer.
Quien sabe cuantas más veces arderá tu cuerpo a contraluz.
Tendríamos que preguntarle al alba
si le gusta vernos juntos cuando se despereza el día.

Al despertar, un ejército de nubes grises parapetaban al sol.
No pudimos verle ni preguntarle cual ancestral oráculo.
Tuvimos que decidir nosotros.

Esa no fue la última noche.
Vinieron otras.
Esa última noche vendría sin avisar.


– Mystic –

viernes, 17 de junio de 2011

La rosa que miraba al suelo


De repente me embarga una extraña sensación. Me he quedado solo en tu casa y en este momento me siento como si estuviera atrapado en una película. Hace un rato que te has ido, con mucha prisa pues llegas tarde al trabajo. Al parecer, el despertador no debió sonar. Sin tiempo para esperarme, sales con tu maleta, ya que pasarás unos días fuera de casa, y depositando en mi mano unas llaves para que pueda cerrar la puerta, me das un beso de despedida.

Así que allí estoy, solo, en tu casa, con las llaves en una mano y el peso de la laceración en la otra. Recojo la poca ropa que tengo en el armario y la guardo en la maleta que dejé tiempo atrás. La casa es pequeña y no cuesta mucho recorrerla, así que lo hago, una vez más, en busca de alguna pertenencia que intente darme esquinazo. Sé que algo me dejo, pero no me importa.

Me detengo y vuelvo a observar aquellas paredes con cierta sensación de irrealidad, sintiéndome, en parte, un intruso que está fuera de lugar. Mi vista tropieza con el mueble del pasillo. Allí, la rosa que un día te regalé descansa mirando al suelo. Está seca, pero no se ha marchitado. Ya se ha acomodado en su tarro de cristal para contemplar el transitar de los días.

Respiro una vez más los efluvios de la casa antes de abandonarla. He cerrado todas las ventanas, como me has indicado. Y con las llaves que me has dejado he dado todas las vueltas que la propia cerradura me ha permitido. En un instante, mi maleta y yo nos encontramos recorriendo el pasillo que lleva a la calle.
   
Siento una especie de desdoblamiento. Una parte de mí –la translúcida– se queda en la puerta, quizás esperando tu regreso, mientras observa a la otra parte –la opaca– como arrastra la maleta con pesado caminar.  Las ruedas, que giran cadenciosas como el engranaje del reloj del tiempo, dejan tras de sí un murmullo suspendido en el aire con un suave deslizar.

Según se va alejando mi parte opaca, mi yo translúcido se pregunta si aquellas paredes serán capaces de conservar impregnado ese murmullo silencioso de las ruedas hasta que tú vuelvas.

– Mystic –

martes, 14 de junio de 2011

La insoportable levedad del ser



    Seguía incorporado en la cama y miraba a la mujer que yacía a su lado y apretaba en sueños su mano. Sentía hacia ella un amor indescriptible. Ella debía tener en aquel momento un sueño muy frágil porque abrió los ojos y lo miró con asombro.
    -¿Qué miras? –preguntó ella.
    Sabía que no debía despertarla, que tenía que hacer que volviese a dormirse; por eso trató de responder de tal modo que sus palabras creasen en su mente la imagen de un nuevo sueño.
    - Miro a las estrellas – dijo.
    - No mientas, no miras las estrellas. Estás mirando hacia abajo.
    - Porque estamos en un avión. Las estrellas están por debajo de nosotros -respondió Tomás.
    - Ah, en un avión –dijo Teresa.
    Apretó aún más la mano de Tomás y volvió a dormirse. Tomás sabía que ahora Teresa estaba mirando por la ventana redonda de un avión que vuela por encima de las estrellas.
La insoportable levedad del ser
- Milan Kundera -
 

  


     En el mismo comienzo del Génesis está escrito que Dios creó al hombre para confiarle el dominio sobre los pájaros, los peces y los animales. Claro que el Génesis fue escrito por un hombre y no por un caballo. No hay seguridad alguna de que Dios haya confiado efectivamente al hombre el dominio de otros seres. Más bien parece que el hombre inventó a Dios para convertir en sagrado el dominio sobre la vaca y el caballo, que había usurpado. Sí, el derecho a matar un ciervo o una vaca es lo único en lo que la humanidad coincide fraternalmente, incluso en medio de las guerras más sangrientas. 
    Ese derecho nos parece evidente porque somos nosotros los que nos encontramos en la cima de esa jerarquía. Pero bastaría con que entrara en el juego un tercero, por ejemplo un visitante de otro planeta al que Dios le hubiese dicho: «Dominarás a los seres de todas las demás estrellas», y toda la evidencia del Génesis se volvería de pronto problemática. Es posible que el hombre uncido a un carro por un marciano, eventualmente asado a la parrilla por un ser de la Vía Láctea, recuerde entonces la chuleta de ternera que estaba acostumbrado a trocear en su plato y le pida disculpas (¡tarde!) a la vaca.

La insoportable levedad del ser
- Milan Kundera -



 
 
    Le da pena haber sido impaciente. Es posible que, si hubieran permanecido más tiempo juntos, hubieran empezado lentamente a comprender las palabras que decían. Sus vocabularios se habrían ido aproximando tímida y lentamente como unos amantes muy vergonzosos, y la música de cada uno de ellos hubiera empezado a fundirse con la música del otro. Pero ya es tarde.     
    Sí, es tarde y Sabina sabe que no se quedará en París, que seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable. 
La insoportable levedad del ser
- Milan Kundera -